Hipótesis científica y pseudociencias

LA IDEA FELIZ (Julio Plaza del Olmo)
Existen algunos tópicos sobre ciencia y científicos, en parte divulgados por el cine. Por ejemplo, la idea de que el científico es una persona solitaria y medio loca, cuando en realidad existen multitud de grupos de investigación que se comunican e intercambian información sobre un tema concreto. O que un avance en ciencia es hacer un descubrimiento revolucionario que cubre de oro al científico loco de turno (o que le hace capaz de dominar el mundo, según la película), aunque en verdad el avance del conocimiento se hace poco a poco con avances casi imperceptibles, que sólo se dejan notar en la sociedad al cabo de los años. Las revoluciones son más lentas de lo que parece y para llegar a avances como el transistor, las bombillas LED, o el láser azul hace falta invertir muchos años de investigación y desarrollo. O que divulgar el conocimiento consiste en escribir libros («¡Oh, Doctor Brown! He leído todos sus libros sobre la hipótesis del viaje temporal usando condensadores de fluzo»), cuando lo cierto es que las revistas especializadas sacan cada quince días o cada mes decenas de artículos donde se desgranan en unas pocas páginas hipótesis, experimentos y/o resultados en diversos campos. Los libros se dejan como guías de referencia sobre hipótesis y experimentos ya realizados, y validados por multitud grupos de investigación, no para proponer hipótesis propias nuevas. O que diseñar un experimento es construir una máquina muy complicada, y su éxito o fracaso se conoce al instante con sólo pulsar un botón, cuando muchas veces «experimento» es sinónimo de «tardes largas y monótonas de recogida de datos que hay que analizar durante varios días para obtener una gráfica con muchos puntos que acaba en la papelera». O que una hipótesis revolucionaria puede surgir de la nada, en un momento de genialidad en el preciso instante de meterse en una bañera. Esto es lo que en el argot técnico se llamaría «tener una idea feliz»: dar con el punto clave que resuelve un problema, en un momento de inspiración. No me entiendan mal, no es que no exista la «idea feliz» en ciencia, sino más bien que esa idea no sale de la nada, ni se le ocurre al científico en cinco minutos; en realidad está asentada en conocimientos previos y la genialidad radica en saber ver el problema desde un ángulo distinto, generalmente después de mucho tiempo dándole vueltas sin conseguirlo. Como dijo Newton, hay que apoyarse en hombros de gigantes para ver más allá. James Clerk Maxwell supo ver la relación entre las cuatro ecuaciones que hoy llevan su nombre, aunque ninguna fuera obra suya, y que presentan la electricidad y magnetismo como distintas caras de un mismo fenómeno, dando pie además a entender la luz como una onda electromagnética. La misma onda que posee una velocidad constante en el vacío, y que sirvió a Einstein para formular la teoría de la relatividad. Aunque lo cierto es que la idea ya «flotaba en el ambiente»: era una consecuencia de las ecuaciones de Maxwell; los resultados de «tardes monótonas recogiendo datos» de Michelson y Morley también lo sugerían, y Hendrik Lorentz tenía prácticamente las ecuaciones delante de sus ojos; pero fue Einstein quien tuvo la idea feliz de tirar de ese hilo. Max Planck se dejó los sesos intentando comprender por qué el espectro de radiación del Sol es como es, y por qué la teoría que antes de 1900 se creía correcta no era capaz de describirlo adecuadamente. Fruto de la desesperación, tuvo la idea feliz pensar en la energía electromagnética como «ladrillos» discretos en vez de una magnitud continua, lo que dio lugar a la física cuántica. Tiró por el único camino que le quedaba libre, y resultó ser el correcto. Paul Dirac se encontró con unas ecuaciones en las que aparentemente el momento cinético no se conservaba. Bueno, podía ser una posibilidad, pero siendo un principio de conservación del que no se conocía excepción alguna, tuvo la idea feliz de suponer que debían existir ciertas partículas que compensaran ese problema. Y aparecieron las antipartículas y la antimateria. Así, van surgiendo ideas felices que ayudan a avanzar en el conocimiento, que ni son tan frecuentes como puede parecer, ni salen de la nada. Siempre hay algo detrás, y la genialidad consiste en ver una rendija de luz, o notar el aire fresco en un túnel del que no hay salida aparente, tras días, meses o años buscándola. Hacer una teoría nueva no es llegar y besar el santo. Recordamos algunas de estas ideas felices porque llegaron a buen puerto, y además produjeron avances importantes en el conocimiento. Podría parecer que estas anécdotas son lo habitual. Pero, ¿cuantas de estas ideas felices no llegaron a ningún lado? Esas no se recuerdan. Como tampoco se recuerdan todas las hipótesis previas que se estrellaban una y otra vez contra dificultades antes de tener la idea feliz. Finalmente, la impresión que permanece en el gran público es que los avances en el conocimiento salen tras tener una idea en principio extravagante, rompedora o disparatada. Existe incluso un dicho que reza: «Su teoría es disparatada, pero no lo suficiente como para ser cierta». Y eso es lo que ocurre cuando hablamos de pseudociencia: todo aquel autodenominado investigador de lo paranormal no desaprovecha la ocasión de presentarse como un nuevo Galileo incomprendido con ideas revolucionarias. «Ideas felices» son todas las hipótesis sobre fenómenos paranormales: telepatía, psicofonías, memoria del agua, energías que fluyen por el cuerpo, o por líneas mágicas de la Tierra, astrología, y así un largo etcétera. Todas son rompedoras o contrarias al conocimiento actual, y la esperanza de sus proponentes es que al igual que una vez Einstein, Planck o Galileo propusieron disparates, sus disparates sean reconocidos como conocimiento. Pero no puede ser. Hay un par de grandes diferencias entre las ideas felices de la ciencia, y las ideas disparatadas de la pseudociencia. Y es que las ideas felices, para empezar, y como ya hemos dicho, no surgen de la noche a la mañana. Siempre hay algo que lleva a tomar ese camino (y desde luego, nadie dice que sea el primer camino que se toma). El conocimiento acumulado es indispensable para saber cuando una idea es disparatada, precisamente porque se puede saber cuál es su error, y la solución puede estar en ver el problema desde otra perspectiva, o en tirar de un hilo que asoma tímidamente. Otras veces, simplemente puede que sea el único camino que queda sin explorar. La segunda gran diferencia es que las ideas felices son como cualquier otra hipótesis que no haya surgido en un momento de inspiración: busca el conocimiento proponiendo y desarrollando una solución. Se propone un mecanismo por el cual el fenómeno observado se produce (una hipótesis), y a partir de él, se puede proponer una forma de comprobar que ese mecanismo existe, y es realmente el responsable del fenómeno (experimentos). No es así para la pseudociencia. Un avezado investigador observa que dos personas aisladas entre sí parecen comunicarse. Rápidamente acude una idea a su mente: telepatía, comunicación a distancia entre dos mentes, lo cual supondría una gran revolución que llevaría a la ruina a las empresas de telefonía. Pero, ¿qué tipo de solución es esa? Nadie define cómo funciona la telepatía, qué mecanismo hace posible que dos personas se comuniquen sin verse, ni tocarse, ni hablarse, ni oírse, cómo una mente codifica el mensaje, cómo lo transmite, ni cómo lo recibe la otra... en pocas palabras, no hay una hipótesis, sino que simplemente se ha bautizado un aparente fenómeno con un nombre. Tan sólo describe la observación realizada, pero no cómo se ha producido el fenómeno. Es imposible entonces diseñar un experimento que evalúe la validez de un mecanismo que no está propuesto, así que la experimentación se reduce a repetir una y otra vez la misma prueba, que en el caso más optimista posible sólo sería capaz de demostrar que dos personas han establecido una comunicación, pero no de cómo lo han hecho, por lo que tampoco demostraría que esa comunicación no tenga explicación con el conocimiento actual. Otro ejemplo, una persona graba sonidos que le suenan como palabras en su grabadora. La idea feliz es pensar que son psicofonías, pensar que unas personas muertas han conseguido comunicarse desde un «más allá» con todo lo que ello implica, lo cual viene a ser una gran revolución en cuanto a la existencia del alma, a la conciencia, y todo lo que ocurre tras la muerte biológica de un cuerpo. Pero más allá del nombre del fenómeno, encontramos que no hay ninguna hipótesis que exponga un mecanismo por el cual un difunto desde algún lugar no especificado, sea capaz de manipular los dominios magnéticos de una cinta en una grabadora para que al reproducirla se escuchen cuatro palabras mal dichas. Imposible, igualmente, hacer un experimento que demuestre tal mecanismo no propuesto, y al final, la «experimentación psicofónica» se reduce a grabar una y otra vez ruidos que los expertos en psicofonías no saben de donde vienen, ni como se producen. Qué decir de la memoria del agua. Un «medicamento» homeopático se fabrica diluyendo una sustancia en agua tanto, que la probabilidad de encontrar una sola molécula de dicha sustancia tiende a cero. Sin embargo, el agua parece recordar las propiedades de la sustancia, de forma que cuando un paciente ingiere el líquido, es capaz de notar el efecto de la sustancia y curarle. Interesante idea, sí, pero, ¿qué mecanismo permite al agua codificar la información, y además mantenerla, una vez que la sustancia no está presente en la disolución? De nuevo, falta la explicación del mecanismo que posibilita la solución que se propone, y «memoria del agua» no es más que un nombre para un aparente fenómeno. Y este es el quid de la cuestión. En esencia, las ideas de la pseudociencia se reducen a dar nombres a unos fenómenos. No proponen hipótesis que puedan ser validadas en experimentos. La pseudociencia no propone soluciones a problemas, no propone conocimientos, no permite la obtención de estos. Por eso mismo nunca se podrá considerar como ciencia lo que no son sino ideas disparatadas.

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