Cuento corto para esos que no creen en nada

LA REUNION ESPIRITISTA
Aníbal estaba muy nervioso. Se lo notaba muy triste, a él, un tipo siempre de buen humor, que hacía chistes y gozaba de la vida como pocos. Aníbal le confió a un compañero de bochas que no conseguía recuperarse de la muerte de su esposa. Y ya había pasado un año. Odiaba reconocerlo, le dijo, pero la extrañaba mucho. Su amigo, que practicaba el espiritismo desde joven, le sugirió que fuera a una reunión y tratara de conectarse con ella para ver cómo lo pasaba. Ahora, con las piernas flojas, estaba tocando el timbre en esa vieja casona de San Telmo. Una mujer vestida con falda larga y flores en el pelo acudió a abrir y lo hizo pasar a la sala donde ya se encontraban reunidas cuatro personas. Serían en total seis alrededor de una mesa redonda.
Todo anduvo bien. Aníbal pudo hablar con Catalina. Ella también lo extrañaba y quería volver. La reunión terminó con alguno que otro llanto, abrazos entre los concurrentes y despedidas cordiales. Aníbal fue a su casa. Se sentía más aliviado.
A la mañana siguiente, se despertó cuando Catalina descorrió las cortinas del cuarto, le dio un beso en la mejilla como lo había hecho durante 40 años y le dijo que el café estaba recién hecho y sobre la mesa de la cocina. Aunque se sentía aturdido no dijo nada y le siguió la corriente. Todo parecía estar como hasta hace un año y medio atrás, antes de la enfermedad. Sus camisas planchadas, las comidas caseras y calientes, la telenovela de la tarde, hasta el gato tenía su alimento todos los días. A Catalina se la notaba contenta aunque decía, una y otra vez, que la mujer no podía faltar ni un solo día de su hogar, porque todo se convertía en un asco. Había mucho por limpiar y rasquetear, tirar basura acumulada durante un año, reparar el techo de la cocina que se había venido abajo, recuperar las plantas, muertas hacía ya mucho por falta de cuidado, comprarse ropa nueva, etc., etc., etc.
Al mes, Aníbal estaba exhausto de pintar, clavar, revocar, y como había perdido el hábito de la conversación, sólo escuchaba la voz metálica y aguda de Catalina siempre ordenándole hacer algo más.
Fue a San Telmo solo, un viernes de reunión. Aunque nadie lograba comprender por qué lo pedía, dijeron “adiós” al espíritu de Catalina y le desearon buena vida en el más allá, junto con sus familiares muertos. Aníbal, ahora alegre, podía tirar los papeles en donde se le antojaba, sólo prendía la radio para escuchar tangos y regaló el gato.
Lidia B. Castro Hernando

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