NAVIDAD SIN DIOSES



Objetos en cajas de todas las formas y tamaños, objetos sin caja, un papel cursi y colorido que se me rompe cada vez que intento darle forma; una cinta adhesiva que se me pega en todos los dedos y hasta en el cabello; malditos moños que no sé ni hacer; el “De-Para” medio mal escrito con mi pésima letra y olvidando, claro, para quién era el regalito que acabo de cubrir tan mal.
¿Cuántas veces nos hemos preguntado por qué la famosa fiesta de navidad implica necesariamente el dispendio irracional de dinero que con tanto esfuerzo nos hemos ganado… si es que hemos ganado algo?
¿Cuántas veces nos hemos preguntado por qué la navidad representa una fecha de sufrimiento y dolor para mucha gente? ¿Qué pasa ahí? ¿Será posible que un dios omnipresente y todopoderoso permita que el aniversario del nacimiento de su supuesto hijo se traduzca en un aumento en la tasa de suicidios en diversos países? Eso es cruel, entonces ¿por qué es dios?
He escuchado diversas afirmaciones de distinto tipo de gente que intenta cambiar la costumbre de dar regalitos para convertir la fiesta en algo más espiritual, en algo que se resuma en meditación y buenas intenciones. No han tomado en cuenta la fuerza del sistema de consumo, y al año siguiente vuelven a caer en lo mismo: se gastan el aguinaldo completo y dejan la tarjeta de crédito hasta el tope ¡para quedar bien con sus seres queridos!
Vaya, la fiesta de dios se ha convertido en una falacia. Igual que el dios mismo.
Muchos ateos duros (y otros medio atarantados) señalan que si un ateo festeja la navidad es un hipócrita. Y contesto que deben tener cuidado con esa afirmación, dado que es lo mismo que dicen los creyentes.
No, yo no “festejo” la navidad. Yo voy a la fiesta. Si hay un niño de yeso rodeado por otros monitos de yeso (bastante idolátrico, por cierto), es algo que no me importa porque no tiene un significado para mí. Lo que sí tiene significado para mí son las personas de carne y hueso so que están conmigo.
Entonces, ¿qué hago como atea? Divertirme. No me importa si doy regalos o no; no me importa si me dan regalos o no. Voy a la fiesta porque ahí están todos los demás y me agrada charlar y convivir (lo de tomar tequila viene pegado). Por el hecho de asistir a una fiesta navideña no dejo de ser atea… pues sucede que para mí el significado de la pachanga es otro: es estar con los seres queridos, es platicar con ellos, saber de sus vidas y, si quieren, que sepan de la mía.
Para mí, como atea, es importante desprenderme del significado religioso y material de las fiestas navideñas porque (subrayo) me quiero diferenciar de los creyentes. Que sepan ellos, familiares o no, que aunque no creo en dios, ni en vírgenes, ni creo que Jesucristo haya existido y aunque sé y estoy segura de que no tengo a un ángel de la guarda en la cabecera de mi cama (enfermizo tener un espía ahí, mirando cómo duermes, ¿no?), que sepan que para mí no es importante el nacimiento del inexistente amiguito imaginario, sino (ahora sí) la existencia de todos los que me rodean.
Por ello, a mí la navidad no me duele ni me acongoja; no me pesa ni me convierte. Si tengo qué dar regalos y si tengo con qué comprarlos, lo haré. No me amedrentan las miradas y pensamientos recelosos de los creyentes que están conmigo a la hora del festeje porque saben (y lo saben bien) que estoy con ellos porque quiero, no porque lo ordena dios alguno. Eso debería ser más válido que el nacimiento de nadie. Porque, hasta ahora, ese día nació nadie.
Y para acabar, ¿podrían ser tan amables de no dejar que la atea sea la que envuelva los regalos? No es por ser atea, ¡es que no sé hacerlo!
Gracias a Mónica Moreno (México) compañera de Paradigma, sitio de ateos. 

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