Del hombre y de la bestia (Marcos Aguinis) 20FEB09

Toda nueva publicación de George Steiner es un acontecimiento. Hace poco, tuvo el coraje de reunir los materiales que no pudo llevar a una culminación y, con la humildad de los grandes, lanzó un volumen: Los libros que nunca he escrito .
Steiner se ha convertido en un referente obligado de la literatura y la erudición contemporáneas, en el nivel de Harold Bloom y Umberto Eco. Es fluido en cuatro idiomas, sincero en sus cavilaciones, siempre dispuesto a escuchar y corregir. Vuelve a regalarnos con esta obra reflexiones del más elevado humanismo. Todos los tópicos que aborda son interesantes por sí mismos y por la altura intelectual a la que los eleva.
Uno de los temas que parecían menos interesantes acabó por atraparme. Se refiere al vínculo del hombre con los animales. El Homo sapiens es reciente y, en la vasta historia del universo, equivale a un abrir y cerrar de ojos. No obstante, se ha convertido en un rey que durante demasiado tiempo no ha tenido conciencia del desprecio que proyecta sobre los demás seres vivos. Para colmo, un desprecio que incluye también a los otros hombres.
Con atractiva prosa, Steiner nos introduce en el mundo de los homínidos prehistóricos, que, bajo una incierta luz, llegaron a considerarse diferentes de los animales. Fue una revolución más fragorosa que cualquiera de las que tuvieron lugar en las etapas posteriores. Un Big Bang que desgarró el magma nocturnal en que esos seres habían estado sumergidos.
Quizá necesitaron millones de años para acceder a esa situación "soberana y catastrófica" de considerarse animales distintos de los demás. En medio de la fauna que poblaba la Tierra, desprovisto de poderosos instrumentos corporales para defenderse, el hombre pudo sobrevivir a duras penas y, poco a poco, se tornó erecto y adquirió la visión estereoscópica. El pulgar se tornó oponible y consiguió agarrar mejor las primeras armas, fabricar instrumentos y vencer a otros animales para devorarlos. Evolucionaron su laringe y la electroquímica de las sinapsis cerebrales. Descubrió cómo conservar el fuego y, más adelante, cómo producirlo.
Entonces las mujeres y los hombres ingresaron en la etapa de la previsión, el almacenamiento y, por fin, el cultivo. No pudieron ser superiores en este aspecto a las hormigas ni a las abejas pero -lo señalan mitos, teodiceas y antiguas sabidurías- fluctuó milenios entre ser un dios o una bestia.
El lenguaje fue la segunda decisiva revolución, aunque los gritos de pánico o de batalla nunca necesitaron de la sintaxis. Los animales practican un lenguaje al que tuvieron acceso, según leyendas, el rey Salomón y san Francisco de Asís. Pero no corresponde al lenguaje enjoyado de atributos que desarrolló el ser humano.
¿Cómo se comunican las hormigas? ¿Qué dice el baile de las abejas? ¿De qué modo se informan las aves sobre la dirección de su vuelo? ¿Cómo leen los cuadrúpedos la avalancha de signos de que les provee el olfato?
Por otra parte, Voltaire se arriesgó al afirmar que el ser humano es el único animal que sabe que va a morir. No es cierto. Los elefantes envejecidos se retiran a un aislamiento sepulcral. Los perros modulan su conducta ante la proximidad de la muerte propia o de seres amados.
Quizás el deceso venga acompañado por un olor que el atrofiado olfato de los hombres no percibe. Steiner apunta que alrededor de las moradas de los sentenciados las lechuzas ululan, los cuervos croan y los lobos aúllan. Los caballos de Aquiles se inquietaron ante su oscuro destino y la pelambre de los gatos se erizó. Los animales también anticipan el peligro inmediato: "huelen" terremotos, tiemblan ante un trueno antes de que lo oiga el hombre. "Cavan zanjas, almacenan comida, alzan vuelo, pero su gramática parece quedar confinada al pasado y el presente."
El ser humano consiguió superarlos, al avanzar sobre objetivos sociales y pensar en el futuro. "Es lo que nos singulariza ontológicamente." Pero los límites de estos aspectos siguen siendo inciertos.
Los mitos y las religiones no habrían podido crecer si no hubiera permanecido esfumado el tabique entre la bestia y el hombre. Hubo quienes fueron amamantados por una loba, como Rómulo y Remo, alimentados por pájaros, como el profeta Elías, o llevados a lugar seguro por delfines alertas. En las cavernas paleolíticas fueron dibujados los animales con los que se tenía una fuerte interacción. Las pinturas rupestres no son sólo arte, sino también testimonio de la mentalidad e instintos que predominaban entonces.
Los antiguos cultos estaban poblados de animales. Los tótems testimonian esa veneración zoológica. Casi todo el panteón egipcio tiene cabezas de animales. El oso, el águila, el león y la serpiente son custodios simbólicos, a lo largo de milenios. Y el poder de los animales persiste hasta nuestra época en la heráldica de dinastías y hasta de naciones. Para demostrarlo, bastaría con prestar atención a cuántos países lucen águilas, unicéfalas o bicéfalas, en sus escudos. Las figuras híbridas, además, constituyen legión en las leyendas, cuentos y fantasías de todo el universo. En el popular Zodíaco, las estrellas dibujan cuerpos de animales. El kitsch del absurdo horóscopo asocia nuestro carácter y destino con un animal.
La relación erótica entre el hombre y la bestia es innegable y ha sido objeto de condena por su práctica extendida y su tentación urticante, no porque fuese una excepción. Algunos vínculos lograron una pátina de oro en la mejor literatura. Pasífae y su toro, los dioses del Olimpo transformados en animales para copular con mujeres hermosas, el Sueño de una noche de verano , La bella y la bestia . Montherlant y D. H. Lawrence se atrevieron a enfrentar el tabú, como también una escritora canadiense prematuramente fallecida, a la que elogia Steiner por describir en una magistral novela corta la verosímil y profunda relación entre una mujer solitaria y un oso sensible. También subyace el anhelo sexual en King Kong y en la picaresca de El asno de oro , de Apuleyo. En un popular relato húngaro, al que puso música Bela Bartok, el bramido que lanza un ciervo de los bosques cuando está en celo atrae a las mujeres. "Quienes mantienen relaciones sexuales con un animal -concluye Steiner- se acoplan a su propio pasado biológico y psicosomático; se reintegran a una realidad perdida, aterradora y bucólica, en la que los homínidos aún no se habían separado del borroso orden natural." El amor entre los humanos y los animales puede también sublimarse -es lo frecuente- y ambas partes son capaces de los mayores sacrificios por defender a la otra.
Una evidencia triste se refiere a que los animales salvajes o domesticados se convirtieron en víctimas del hombre. No sólo para hacerlos trabajar y producir, sino también para comerlos, usar sus pieles y colmillos, poner sus cabezas como ornamentos y practicar el deporte obsceno de la caza. La lista de actos sádicos repugna. "Los mares se tiñen de rojo durante la pesca del atún; se abate a tiros por mera diversión a pájaros cantores; especies en peligro de extinción padecen el acoso de ricos y furtivos cazadores."
Para hacer cómplices a los dioses, el sacrificio de animales fue considerado fundamental en los templos antiguos. Es digno de condena que el astuto Ulises haya procedido a degollar una hermosa novilla para que su sangre fuera un señuelo que distrajera el espíritu sediento de los muertos. Revela la distorsión mental que obnubila al hombre. Pitágoras, afecto a la metempsicosis, sostenía que el alma lucha por liberarse de su horrible y transitoria envoltura animal para recobrar su noble rango humano. En contraste, cabe señalar que el budismo, el jainismo y las creencias animistas predican la veneración a toda forma de vida, sin excepción alguna. En paralelo, vastas regiones de Asia someten a los animales a una crueldad indescriptible. No hay culpa entre los depredadores por dañar animales, porque se ha impuesto el criterio de que sólo existen para servir al hombre. Pero esa servidumbre se ha contaminado de innecesaria brutalidad. La Biblia enfatiza los derechos de los animales, que incluyen el descanso y una muerte sin dolor. Esto también aparece en moralistas romanos y es motivo de reflexión entre los padres de la Iglesia. La iconografía del cordero y el asno anticiparon la ternura franciscana.
Los derechos de los animales han llegado, se extienden y ojalá se consoliden. Pero sin la histeria de los extremistas. Steiner martilla que "estamos empezando a sentirnos solos en esta poblada Tierra", que fue objeto de una depredación monstruosa. Miles de especies animales han sido exterminadas. Ríos, estanques y mares fueron sometidos a sobrepesca. El hambre enloquece y diezma a especies como el tigre, la onza o el oso polar. Irónicamente, algunos balleneros matan a sus presas para alimentar a mascotas caseras y los cazadores liquidan rinocerontes para que sus cuernos suministren afrodisíacos a clientes imbéciles. La crítica se extiende ahora también a los experimentos científicos, con una interrogación sobre sus fronteras razonables. Se alza el telón de un drama que el hombre debe replantearse a fondo. Su relación con la bestia no debe ser bestial. George Steiner, con apuntes que no llegaron a formar libros, ha encendido un faro poderoso e inteligente.

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